jueves, 4 de enero de 2007

Tiranos

tirano, na.
(Del lat. tyrannus, y este del gr. τύραννος).
1. adj. Dicho de una persona: Que obtiene contra derecho el gobierno de un Estado, especialmente si lo rige sin justicia y a medida de su voluntad. U.t.c.s.
2. adj. Dicho de una persona: Que abusa de su poder, superioridad o fuerza en cualquier concepto o materia, y también simplemente del que impone ese poder y superioridad en grado extraordinario. U.t.c.s.

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Cuento sin moraleja

Un hombre vendía gritos y palabras, y le iba bien, aunque en­contraba mucha gente que discutía los precios y solicitaba descuentos. El hombre accedía casi siempre, y así pudo vender muchos gritos de ven­dedores callejeros, algunos suspiros que le compraban señoras rentistas, y palabras para consignas, eslóganes, membretes y falsas ocurrencias.
Por fin el hombre supo que había llegado la hora y pidió audiencia al tiranuelo del país, que se parecía a todos sus colegas y lo recibió rodeado de generales, secretarios y tazas de café.
-Vengo a venderle sus últimas palabras -dijo el hom­bre-. Son muy importantes porque a usted nunca le van a salir bien en el momento, y en cambio le conviene decirlas en el duro trance
para configurar fácilmente un destino histórico retrospectivo.
-Traducí lo que dice -mandó el tiranuelo a su intérprete. -Habla en argentino, Excelencia.
-¿En argentino? ¿Y por qué no entiendo nada?
-Usted ha entendido muy bien -dijo el hombre-. Repito que vengo a vendede sus últimas palabras.
El tiranuelo se puso en pie como es de práctica en estas cir­cunstancias, y reprimiendo un temblor mandó que arrestaran al hom­bre y lo metieran en los calabozos especiales que siempre existen en esos ambientes gubernativos.
-Es lástima -dijo el hombre mientras se lo llevaban-. En realidad usted querrá decir sus últimas palabras cuando llegue el mo­mento, y necesitará decirlas para configurar fácilmente un destino his­tórico retrospectivo. Lo que yo iba a venderle es lo que usted querrá decir, de modo que no hay engaño. Pero como no acepta el negocio, como no va a aprender por adelantado esas palabras, cuando llegue el momento en que quieran brotar por primera vez y naturalmente usted no podrá decirlas.
-¿Por qué no podré decirlas, si son las que he de querer decir? -preguntó el tiranuelo, ya frente a otra taza de café.
-Porque el miedo no lo dejará -dijo tristemente el hom­bre-. Como estará con una soga al cuello, en camisa y temblando de terror y de frío, los dientes se le entrechocarán y no podrá articular palabra. El verdugo y los asistentes, entre los cuales habrá algunos de estos señores, esperarán por decoro un par de minutos, pero cuando de su boca brote solamente un gemido entrecortado por hipos y súplicas de perdón (porque eso sí lo articulará sin esfuerzo) se impa­cientarán y lo ahorcarán.
Muy indignados, los asistentes y en especial los generales, rodearon al tiranuelo para pedirle que hiciera fusilar inmediatamente al hombre. Pero el tiranuelo, que estaba-pálido-como-la-muerte, los echó a empellones y se encerró con el hombre para comprarle sus últi­mas palabras.
Entretanto, los generales y secretarios, humilladísimos por el trato recibido, prepararon un levantamiento y a la mañana siguiente prendieron al tiranuelo mientras comía uvas en su glorieta preferida. Para que no pudiera decir sus últimas palabras lo mataron en el acto pegándole un tiro. Después se pusieron a buscar al hombre, que había desaparecido de la casa de gobierno, y no tardaron en encontrarlo, pues se paseaba por el mercado vendiendo pregones a los saltimban­quis. Metiéndolo en un coche celular lo llevaron a la fortaleza y lo tor­turaron para que revelase cuáles hubieran podido ser las últimas pala­bras del tiranuelo. Como no pudieron arrancarle la confesión, lo mataron a puntapiés.
Los vendedores callejeros que le habían comprado gritos siguieron gritándolos en las esquinas, y uno de esos gritos sirvió más adelante como santo y seña de la contrarrevolución que acabó con los generales y los secretarios. Algunos, antes de morir, pensaron confu­samente que en realidad todo aquello había sido una torpe cadena de confusiones y que las palabras y los gritos eran cosa que en rigor pue­den venderse pero no comprarse, aunque parezca absurdo.
Y se fueron pudriendo todos, el tiranuelo, el hombre y los generales y secretarios, pero los gritos resonaban de cuando en cuando en las esquinas.


Julio Cortázar, en "Historia de cronopios y de famas"



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Nota: Todas las imágenes de este artículo han sido editadas sobre la base de fotografías de uso público obtenidas de la red.



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